La hora de los Iznoguces

Siempre he sido un proscrito en cuanto a militancia de partido. Tengo alergia a los juramentos de lealtad, porque las lealtades que tengo son contadas. Van con los genes, con el anillo que llevo en el dedo, con los amigos que elegí o por los que fui elegido y con la imagen viviente de la idea de bien, que resulta tener rabo y cuatro patas.

Por eso, tal vez el tema del que voy a hablar a continuación genere algunos desacuerdos. Tengan en cuenta que esta es una reflexión de un outsider, un foriato de la religión política. Pero es que tras el alivio electoral es la hora de los Iznoguces, y sobre eso también hay que avisar. Si todavía no han adivinado a lo que me refiero, les daré una pista: tiene que ver con las personas que, dentro de los partidos, se creen importantes.

Es fácil identificar a las personas importantes en un partido político. Son las que suelen salir por la televisión, besan bebés e inauguran hospitales y radiales. Algunas se dan más importancia y otras no, pero la presencia de la misma no se puede negar. Son aquellas personas a los que los periodistas persiguen. También hay otras personas importantes que, aún no saliendo en los medios, trabajan para cumplir unos ideales en los que creen.

Y luego, están los otros.

Es fácil identificar a las personas que se creen importantes en un partido político. Son las que insultan, las que berrean. La cantidad de gente que traicionan es directamente proporcional a los culos que besan. Tras discurrir un poco sobre ello, he decidido que voy a bautizar está práctica como sadismo samaritano: ganarse los galones a base de joder a tu prójimo. Cuando oigan a los periodistas reírse de alguien en corrillo, tal vez estén mentando a esta clase de personas.

Por lo general, todos los engendros que practican el arte tienen ciertas cosas en común: corazón negro como la pez, ausencia de moral y un revestimiento de aparente astucia que no sirve para ocultar el núcleo de palpitante estupidez. Una estupidez casi virtuosa, que se fabrica junto a la bilis.

Tal vez se pregunten si han leído sobre este arquetipo en alguna parte. Piensen en la literatura de género fantástico. El señor del mal o el genio que busca dominar el mundo no se cree importante, sabe que lo es. Por eso, no encajaría bien en nuestra descripción. Así que acerquémonos un poco más al trono.

Si todos los reyes justos tienen siempre a un sabio consejero, casi todos los señores del mal tienen un esbirro viscoso. Un individuo repugnante, de corte anfibio, que le limpia las botas al señor del castillo y se frota las manos. El Iznoguz que quiere ser califa en lugar del califa.

Pues bien, son esos iznoguces los que pueden hacer tambalearse un sistema. Son los que censuran, los que amenazan a periodistas, los que intentan liquidar a cualquiera que saque la cabeza. Son, en definitiva, las termitas de una democracia. Rebusque entre cualquier victoria electoral; allí estarán, quitando anillos a los muertos en el campo de batalla.

Es responsabilidad de los partidos, de sus dirigentes e integrantes, rodearse de gente que tenga valores, que sea inteligente y humilde. Que trate a los periodistas con el respeto (o en su defecto, el temor) que merecen. De lo contrario, ni todos los programas electorales del mundo podrán detener el veloz descenso a las cloacas. Si reinas, más te vale buscar un Patronio en vez de un Iznoguz. De lo contrario, tal vez acabes tu mandato mirando con suspicacia la copa que estás a punto de beber.