El vampirismo aplicado a la política

Me gustaría escribir ficción, pero una de mis pesadillas recurrentes tiene que ver con aburrir al personal. Por eso, decidí leer el manual del Gotham Writers Workshop, alabado por muchos autores noveles por lo interesante de sus consejos y lo práctico de sus ejercicios. A pesar de ser bastante bueno, tiene algo siniestro: esa imagen del escritor libreta en mano, extrayendo ejemplos, nombres y descripciones del mundo real para usarlas, deformarlas y reciclarlas al servicio de la historia. Caí en la cuenta a mitad de lectura: el manual del escritor es un manual de vampirismo.

No está mal que los autores acudamos a los libros para perfeccionar nuestro arte; en algún sitio hemos de aprender a chupar sangre. Existe, sin embargo, cierta raza de criaturas nocturnas que son más peligrosas cuando recurren a la narrativa para justificar sus fines. Estoy hablando, naturalmente, de los políticos modernos, que piensan que todo funciona como en las novelas o las series de televisión.

La realidad no tiene guión. Por eso, cuando Pedro Sánchez, Pablo Iglesias y sus asesores juegan a las series, lo hacen apostando el futuro de todos nosotros. Parece que no se dan cuenta de que éste es el mundo real y lo fían todo a los intrincados guiones de Aaron Sorkin en El Ala Oeste de la Casa Blanca. Piensan que habrá un gran final, porque son políticos tan brillantes y tan listos que nada bloqueará su intento por salvar las cosas o, en el caso del señor Sánchez, dejarlas tan destrozadas que al final lo tenga más fácil a la hora de reconstruir.

A nuestros políticos y sus voceros -spin doctors, les llaman ahora en pijo- les gusta la ficción: reglas que se pueden cambiar y mecanismos que se pueden trucar para conducir la historia en pos de un final deseado. Todo dispuesto para que, en un quiebro y merced a una heroicidad o frase determinante, llegue el clímax y se obre el milagro. Nombres de personajes, pasado de los mismos y acontecimientos al servicio de un plan maestro.

Pero esto es el mundo real; donde los héroes pierden, el malo puede ganar y mucha gente puede ver sus vidas destruidas porque un grupo de niños de preescolar recién electos está jugando al «aguanta» creyendo que las leyes de Fantasía se aplican a ellos. Han pasado demasiado tiempo leyendo sobre vampiros y creen que ya pueden volar de noche. ¿Qué pasará cuando se ponga el sol? ¿Quién nos protegerá de ellos?

El poder de la infancia

Blacklist es una serie que trata sobre Raymond Reddington, enemigo público del Estado y criminal internacional que, por razones que al inicio de la serie nos son desconocidas, decide ayudar al FBI. Capítulo a capítulo, la serie nos ofrece el retrato de Reddington como un hombre de mundo, una persona que todo ha visto y todo ha experimentado. En una escena realmente notable y justo antes de mandar al villano de turno a criar malvas, Reddington confiesa su deseo más profundo; aquella cosa que añora el que tiene todo. «Quiero volver a dormir como cuando era niño».

En Reddit, Una web que fomenta el debate sobre temas muy diversos, se anunció que los usuarios podrían entrevistar al Monstruo de las Galletas, personaje conocido por su afición a la ingesta de cereales procesados con alto contenido en azúcar. Fue una verdadera delicia ver cómo los lectores de Reddit, por lo general un público crítico y dado a bromas para adultos, se dejó llevar por la entrevista cuando uno de los personajes de su infancia hizo acto de presencia. “Me ha respondido el Monstruo de las Galletas, es uno de los mejores días de mi vida”, dijo uno; “te quiero mucho, Monstruo de las Galletas, y mis hijos también”, decía otro.

La infancia, con su mezcla de realidad e invención, tiene un gran poder. Durante nuestra vida como adultos, pocas veces volvemos a experimentar ciertas cosas con la misma intensidad. Es por ello que cualquier acontecimiento durante la etapa mencionada -Una lectura intensa, una película emocionante o un sueño tranquilo y sin ansiedad, quedará grabado a fuego para siempre. La infancia no llama a la puerta, la derriba y te pasa por encima.

Cuando Netflix anunció una nueva serie basada en los Masters del Universo oude recordar, como si fuera ayer, las tardes a base de VHS alquilados y rebobinados cien veces que mi hermano y yo nos pasamos frente al televisor mientras nuestra madre nos echaba la bronca -sin mucho entusiasmo, todo hay que decirlo- por retrasar los deberes.

Pude recordar aquellos capítulos donde He-Man se enfrentaba a toda clase de horrores lovecraftianos, que probablemente fueron los responsables de arrojarme en brazos de los Mitos de Cthulhu durante mi adolescencia. Casi 30 años después me sorprendía a mí mismo, un adulto responsable, rebuscando por Internet para saber por qué Skeletor estaba tan interesado en descubrir los secretos del castillo de Greyskull.

Hay quien nos advierte sobre la nostalgia, una fuerza que puede ser beneficiosa a la par que destructora. Se habla, incluso, de una infantilización de la sociedad. Yo me pregunto quién no apuraría el vino del estío, la copa de aquellos preciados momentos en los que felicidad y niñez se combinaron.

La hora de los Iznoguces

Siempre he sido un proscrito en cuanto a militancia de partido. Tengo alergia a los juramentos de lealtad, porque las lealtades que tengo son contadas. Van con los genes, con el anillo que llevo en el dedo, con los amigos que elegí o por los que fui elegido y con la imagen viviente de la idea de bien, que resulta tener rabo y cuatro patas.

Por eso, tal vez el tema del que voy a hablar a continuación genere algunos desacuerdos. Tengan en cuenta que esta es una reflexión de un outsider, un foriato de la religión política. Pero es que tras el alivio electoral es la hora de los Iznoguces, y sobre eso también hay que avisar. Si todavía no han adivinado a lo que me refiero, les daré una pista: tiene que ver con las personas que, dentro de los partidos, se creen importantes.

Es fácil identificar a las personas importantes en un partido político. Son las que suelen salir por la televisión, besan bebés e inauguran hospitales y radiales. Algunas se dan más importancia y otras no, pero la presencia de la misma no se puede negar. Son aquellas personas a los que los periodistas persiguen. También hay otras personas importantes que, aún no saliendo en los medios, trabajan para cumplir unos ideales en los que creen.

Y luego, están los otros.

Es fácil identificar a las personas que se creen importantes en un partido político. Son las que insultan, las que berrean. La cantidad de gente que traicionan es directamente proporcional a los culos que besan. Tras discurrir un poco sobre ello, he decidido que voy a bautizar está práctica como sadismo samaritano: ganarse los galones a base de joder a tu prójimo. Cuando oigan a los periodistas reírse de alguien en corrillo, tal vez estén mentando a esta clase de personas.

Por lo general, todos los engendros que practican el arte tienen ciertas cosas en común: corazón negro como la pez, ausencia de moral y un revestimiento de aparente astucia que no sirve para ocultar el núcleo de palpitante estupidez. Una estupidez casi virtuosa, que se fabrica junto a la bilis.

Tal vez se pregunten si han leído sobre este arquetipo en alguna parte. Piensen en la literatura de género fantástico. El señor del mal o el genio que busca dominar el mundo no se cree importante, sabe que lo es. Por eso, no encajaría bien en nuestra descripción. Así que acerquémonos un poco más al trono.

Si todos los reyes justos tienen siempre a un sabio consejero, casi todos los señores del mal tienen un esbirro viscoso. Un individuo repugnante, de corte anfibio, que le limpia las botas al señor del castillo y se frota las manos. El Iznoguz que quiere ser califa en lugar del califa.

Pues bien, son esos iznoguces los que pueden hacer tambalearse un sistema. Son los que censuran, los que amenazan a periodistas, los que intentan liquidar a cualquiera que saque la cabeza. Son, en definitiva, las termitas de una democracia. Rebusque entre cualquier victoria electoral; allí estarán, quitando anillos a los muertos en el campo de batalla.

Es responsabilidad de los partidos, de sus dirigentes e integrantes, rodearse de gente que tenga valores, que sea inteligente y humilde. Que trate a los periodistas con el respeto (o en su defecto, el temor) que merecen. De lo contrario, ni todos los programas electorales del mundo podrán detener el veloz descenso a las cloacas. Si reinas, más te vale buscar un Patronio en vez de un Iznoguz. De lo contrario, tal vez acabes tu mandato mirando con suspicacia la copa que estás a punto de beber.

Jugar con vidas

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Una imagen de Perth Productions

Imaginen el siguiente escenario como argumento para un cuento distópico: en un país occidental, los ciudadanos están obligados a endeudarse. En este país, la deuda ha reemplazado a la palabra de honor para medir la capacidad de compromiso de una persona. Así pues, todo lo que un ciudadano pague o deje sin pagar quedará registrado.

Como los frigoríficos o el ganado, cada ciudadano tendría un número que indica la calidad de su compromiso. Dicho número será consultado por bancos, empleadores e incluso futuros cónyuges para decidir su futuro con esa persona.

Tener una mala cifra en este país puede bloquear el acceso a préstamos, alejar al ciudadano de un buen puesto de trabajo o incluso arruinar su vida sentimental. En nuestra distopía, los números no están gestionados por el Estado, sino por unas pocas empresas. El futuro de millones de personas, en manos de organizaciones privadas.

Por supuesto, hay pequeños controles. No se puede acceder a estos datos de forma indiscriminada. Hasta que un buen día, una de esas empresas que preservan la intimidad de la cartera tiene una gran brecha: millones de ciudadanos se enteran de que su vida financiera ha sido robada.

La capacidad de despertar tras una ficción es la gran virtud de la misma. Por desgracia, no hay alivio para este cuento. Con matices, lo que les he contado está pasando de verdad. En Estados Unidos, una brecha de seguridad en Equifax ha dejado la información financiera de millones de personas expuesta. Entre dicha información se incluye el credit score o puntuación de crédito, ese número que aparece en el cuento. Para empeorar la situación, un conjunto de cifras mucho más importante también ha quedado expuesto: el Número del Seguro Social.

Para hacerse a la idea de la importancia que tiene, no piensen en el Seguro Social como si fuera un DNI. Imaginen que se parece más al PIN de su tarjeta de crédito. Un código que sirve para  tratar con bancos, agencias de crédito y el Gobierno. La mención de este número abre la puerta a gran cantidad de operaciones. Por eso, los estadounidenses siempre procuran mantenerlo en secreto, ya que revelarlo a la persona equivocada puede desembocar en un caso de estafa o robo de identidad.

Que datos tan sensibles estén en manos de una organización ajena al Estado puede levantar más de una ceja y promover un debate interesante. Que una empresa a cargo de esos datos tan sensibles no los proteja adecuadamente y no informe de su robo hasta varias semanas después, equivale a jugar con vidas. La estimación de la cantidad total que Equifax puede tener que pagar en indemnizaciones es, de momento, incalculable. Las consecuencias de este robo de datos para las personas afectadas pueden ser monstruosas.

Podemos utilizar varias caras del prisma para arrojar algo de luz sobre un problema de este tipo. Por una parte: es necesario reconsiderar los efectos y la importancia que una cifra como el credit score pueden tener en una sociedad democrática. Por otra e incluso si aceptamos la razón de ser de este tipo de sistemas, no se puede permitir que los mercaderes de los datos sean tan irresponsables con los mismos.

Equifax se merece que la ley le aplique un castigo severo. A fin de cuentas, el capitalismo no tiene piedad para los comunes. ¿Por qué habríamos de tenerla para las corporaciones que no hacen bien su trabajo?

Si es la primera vez que oye usted hablar del credit score, sepa que en las brumas de nuestro mercado también se mueven criaturas parecidas. A fin de cuentas, ¿cómo creen que se llama la empresa que controla el principal fichero de morosos de España? La respuesta es: Equifax Ibérica. Que tengan dulces sueños.

Contra la jauría

Vigilia en Charlottesville
Una imagen de la vigilia por la muerte de Heather Heyer. Imagen de Michael Sessum.

Se que están ahí. Ya existían antes que la red, pero la tecnología les ha brindado una capacidad de movilización sin precedentes. La invención que nos libera siempre porta un eslabón de las cadenas que podrían esclavizarnos; por eso, mientras soñábamos con más libertad y tolerancia, ellos fueron creciendo a la sombra.

Como buen grupo de cobardes, la violencia colectiva les embriaga. Tal vez les haya visto. Son los que insultan a mujeres en Twitter, los que fletan barcos para impedir el rescate de refugiados, los racistas que sueñan con dar palizas en mitad de la noche. Qué buenas personas son en casa, qué amables con la prensa. Pero a mi no me engañan: tras el disfraz de persona acecha la jauría. En la red, hace años que les escucho aullar.

La jauría es enemiga de las buenas intenciones. Publique usted cualquier texto con aspiración progresista, solidaria o igualitaria.  Solo tiene que dejar abierta la sección de comentarios y afinar el oído; pronto estarán salivando ante su puerta. El ejemplo tendría su gracia si no fuera trágicamente real. Mientras usted lee esta columna hay mujeres preguntándose si de verdad merece la pena escribir 140 caracteres para recibir cientos de amenazas de muerte en los primeros tres minutos.

La jauría es cada vez más violenta porque la están acorralando. Utilizan la ira, pero ahora no saben qué hacer con todo el miedo que tienen. Presumen de filas prietas en desmanes como la protesta de Charlottesville, un horror televisado en el que Heather Heyer, una comprometida activista y asistente legal, fue asesinada durante un atropello intencionado. La web neonazi Daily Stormer publicó un texto mofándose de la víctima con una impiedad que induce a la náusea. Ahora, no hay empresa que quiera alojar su portal.

Y cómo ladran. No encajan que el capitalismo les mire de reojo. Resulta que esos seres a los que ellos consideran risibles, inferiores, también compran. El sistema tolera muertes, pero no digiere bien que la gente deje de pagar por asco. Por eso las compañías están empezando a luchar contra la discriminación por sexos. Por eso ahora burlarse del diferente puede llevar al despido. Dicen algunos que no deja de ser cinismo. Yo no dejo de pensar en la oportunidad que supone.

El interés humano y el comercial suelen transitar por diferente carretera, pero ahora estamos entrando en un gran cruce. Tal vez sea el mejor momento para el combate ideológico, para borrar del mapa el veneno de la intolerancia, que lleva tanto tiempo matándonos. Si dos bandos consideran que sobra un tercero, ¿Qué creen ustedes que pasará con la jauría? Pregunte a los zelotes del mercado financiero; tal vez le sorprenda la respuesta.

Circo y dopaje

Relieve de Ícaro
La caída de Ícaro. Reproducción de Wmpearl.

Las siestas del Tour de Francia eran las mejores. Mientras mi madre y hermano seguían la evolución de las jornadas con fervor religioso, yo me entregaba a los brazos de morfeo en unos sueños tan profundos como el espacio. La mente es maravillosa: me duermo con los ciclistas y me emociono con un campeonato de curling.

El dopaje es, sin embargo, un tema que me interesa. Por desgracia para sus profesionales y aficionados, el ciclismo ha tenido trágicos capítulos en ese cuento perverso que intenta fabricar mitos y  producir a dioses en serie. Da igual que hablemos de literatura, cine, deportes o incluso pornografía: la raíz está en esa necesidad tan humana de ver cómo el cuerpo sobrepasa cualquier límite y, en el caso del ciclismo, ha sido una plaga.

A Bryan Foguel le gustaba el ciclismo. Bryan Foguel quería saber lo que se siente ganando a toda costa y filmó Ícaro, un documental que se puede ver en Netflix. Al principio, la historia era simple: conseguir doparse, sin ser detectado, para obtener una buena posición en la Haute Route, una de las competiciones para aficionados más duras del mundo. Para ello, Foguel se pondrá en contacto con el doctor Grigory Rodchenkov, personaje de lo más heterodoxo y casi cómico que guiará a Foguel por el calendario de dopaje y le asistirá para superar los controles.

Durante los primeros 40 minutos, el documental no parece más que una versión casera del periodismo Gonzo más clásico: asistimos a los esfuerzos de Foguel por convertirse en superhombre. Pero entonces surge el escándalo: Comienzan las sospechas de que el Gobierno ruso tiene en marcha un programa de dopaje para dar ventaja a sus atletas. El doctor Rodchenkov está implicado y sabe que solo hay una salida para conservar el pellejo: escapar.

Es entonces cuando Rodchenkov abre su libro favorito: 1984 de George Orwell y Foguel le chuta los esteroides al documental. Espionaje, asesinato, Guerra Fría, corrupción, deporte, lazos de amistad. Es como si un vídeo casero se transformase de golpe en una superproducción de Hollywood; la transición es tan violenta, el mensaje es tan devastador y la fusión con el texto de Orwell es tan virtuosa que al final tendremos la sensación de que al deporte olímpico le han tirado una bomba. Ante nosotros, el páramo.

Toda utopía lleva en su corazón la distopía en la que se puede convertir. Queremos que nuestros ídolos vayan más lejos, peguen más fuerte, vuelen más alto. Queremos verles sufrir y superarlo. Tal vez una de las mejores maneras de luchar contra el dopaje sea un buen examen de conciencia. Es posible que mirarnos al espejo lleve al antídoto que necesitamos. En el pasado bromeaba con la gran diferencia entre el deporte moderno de masas y el circo romano: nuestros gladiadores no mueren, ni son esclavos. Ahora me pregunto: ¿Y si la gran diferencia consistiera en que mueren un poquito más despacio? Si la situación empeora y seguimos pidiendo sangre para saciar nuestro televisor, ¿hasta cuándo podremos distinguir entre el deportista y el esclavo?

Manual para una democracia en peligro

Democracia en papelera
Puede depositar su voto aquí. Imagen de Nico Hogg

Es posible que hayan leído algo sobre el defecto de LexNET, una plataforma gestionada por el Estado que abogados y procuradores de toda españa están obligados por ley a utilizar para enviar cualquier escrito al sistema de Justicia. LexNet tenía un agujero tan grave como dejar abierta la puerta de casa. Miles de personas con la llave para borrar, modificar y consultar cualquier documento enviado por cualquier representante legal.

Se supone que la vulnerabilidad solo pudo ser explotada durante unas horas, aunque en ausencia de una investigación independiente sobre lo ocurrido no hay ninguna manera de verificarlo. Tomen buena nota los que llaman exagerados a los evangelistas del uso de software libre en toda la Administración: si no podemos ver el código, no podremos descubrir si nos mienten.

La gran pifia, que por sí sola daría para una columna tres veces más extensa, no es sino otro síntoma de una España cada vez más enferma. Como hacer este tipo de aseveraciones conduce a que le intenten encasquetar a uno la camisa de fuerza, procuraré escribir lo más rápido posible mientras llegan los muchachotes para meterme de cabeza en la ambulancia: considero que nuestra democracia está en peligro.

Antes de que usted también me traiga las sales, tómese un momento para reflexionar sobre la situación de nuestro país: élites económicas y herederos del franquismo controlando los destinos de una población amenazada por el desempleo y la crisis. Juicios que equiparan a humoristas y actores con defensores del terrorismo, prácticas de vallado y tiro al blanco en la frontera; fanáticos religiosos al mando de ministerios. Apellidos compuestos en consejos de administración cargados de testosterona, pobreza laboral y el capitalismo de amiguetes como rueda de molino en desayuno. comida y merienda.

La sintomatología, que es preocupante, no puede sino agravarse merced al buen hacer del cómplice imprescindible: unos medios de comunicación en militancia perpetua, enterrados sus principios democráticos sobre una gran montaña de publicidad institucional. Toda una saga que ríase usted de Falcon Crest, con periodistas mal pagados y perseguidos con saña, condenados a una vida de precariedad mientras escriben el siguiente artículo sobre los espectaculares datos del paro y quedan a la espera de que los popes les maquillen el titular.

¿Y qué ha sido del pueblo soberano? Acusado por unos de vagancia indolente y por otros de hacer apología de la sedición, se agita bajo las sábanas como el prisionero que se culpa a sí mismo por estar sometido a torturas. Nos llevan por la selva o nos internan en los campos. Como si fuéramos el nuevo Prometeo, nos acusan de robar el fuego sagrado y se ríen de nosotros por amar al águila que nos devora las entrañas.

No se preocupe, que esta reflexión no termina pidiéndole que coja el fusil. En vez de eso, péguese unos años sabáticos hasta que llegue la nueva cita con las urnas y disfrute del cuento al revés que han escrito para nosotros. Sea posmoderno y llévese las obras completas de Tolstoi al botellón, practique el hedonismo disciplinado y evite la austeridad por encima de sus posibilidades. Preocúpese por la política como si de verdad le importara; sea tacaño en obediencia y pródigo en rebelión; viaje para regresar a casa más burro y necio de lo que era antes. Cuídese mucho e ignore a los que no quieran que lo haga; ame y odie por encima de lo políticamente correcto. Cuando haya experimentado todo eso, luego vaya a votar. Tal vez acabemos por tener un golpe de suerte y esta vez gane Goldman Sachs.

Me voy con los salvajes

imagen montblanc
Parece Invernalia, pero es el Mont Blanc. Imagen de Visavis

Siempre he tenido predilección por las novelas en las que hace mucho frío. Disfrutar de una tormenta de nieve desde la comodidad del catre o del sillón orejero es uno de los grandes placeres que nos puede ofrecer la palabra escrita. La saga Canción de hielo y fuego es un refrigerador literario que te mantiene fresquito incluso en el peor de los veranos.

Otro de los grandes placeres que, hasta ahora, proporcionaba esta saga, era una suerte de clarividencia sádica que los lectores utilizábamos contra los espectadores de Juego de Tronos. Saber qué personajes mueren, en qué momento y de qué forma le convertía a uno en una suerte de oráculo malvado que se regodea mientras contempla cómo familiares y amigos invierten emoción en personajes que la van a palmar.

¡Ay mísero de mí, ay infelice! Ahora la serie de televisión se adelanta a las novelas. Un año llevan ya los salvajes al asedio, arrojándome spoilers por encima de la muralla. He resistido hasta ahora, pero ya no puedo más. Mi reina ha decidido cambiar capa literaria por televisiva y esa fue la gota que colmó el vaso. El hambre se puede aguantar, pero lo del celibato catódico ya es demasiado.

A medida que la televisión cobra fuerza a la hora de crear tramas complejas y muchos autores crean guiones en lugar de obras literarias, nuestra sociedad evoluciona a una suerte de narrativa similar a lo que algunos expertos denominan transmedia: creación a través de canales múltiples que conforman un gran ecosistema de ficción. Desde los tiempos de la radio hemos aprendido que una forma de expresión cultural no extingue a la otra; ambas se especializan.

Así que, ante el trasvase de lo escrito a lo televisado tengo dos opciones:  seguir atrincherado y perderme la diversión o tirarme al fango y desertar antes de que me lleven al cepo. He decidido optar por lo segundo, ya que en esta vida es importante defender la literatura sin convertirse en un extremista cultural; ya volveré a los libros cuando el hombrecillo malvado que tienen por autor decida publicar el siguiente volumen de una maldita vez. Me voy de excursión con los salvajes; las llaves del castillo quedan debajo de la maceta.

Aprenda economía. Aprenda a decir «no»

foto de bolsa
Bolsa de São Paulo. Rafael Matsunaga

El cuento trata de un hombre llamado Retórico, que llega a una tierra donde sus habitantes no se comunican a través del habla. Enamorado de su propia voz, Retórico impone un régimen dictatorial a los nativos donde su palabra, por ser única, tiene valor de ley. El cuento tiene su desenlace cuando los nativos, tras meses de aprendizaje secreto, le dicen «no» a Retórico. Una sola palabra destrona al dictador. En El origen del planeta de los simios, César, futuro monarca de una nación de primates evolucionados, aprende el idioma de la humanidad. La primera palabra que articula en la película es, también, el «no».

Para derribar al opresor hay que comprender los códigos que utiliza. Tal vez por eso quienes dominan las instituciones que gobiernan la economía se pirran por los anglicismos y los vocablos esotéricos; campo abierto para que el comercial de turno nos cuele acciones preferentes o una hipoteca que no finalizará hasta dentro de cinco eones. Aprender economía es lo único que nos permitirá decir que no cuando llamen a la puerta en mitad de la noche.

El primer obstáculo que puede encontrarse el revolucionario novicio tiene que ver con la abundancia panfletaria generada por el dictador. La sabiduría económica convencional está invadida por el capitalismo. Hasta una ceja arqueada se considera barbarie roja por los popes del mercado. Conviene, sin embargo, arrojarse al foso sin miedo, pues sólo cuando nuestra vista se habitúa a la oscuridad podemos empezar a buscar una salida.  El mejor tomo para comenzar a estudiar sobre economía será, pues, aquel que nos resulte más accesible. Ya aprenderemos a separar la paja del grano.

Hay autores que intentan prescindir de la aridez en las explicaciones. Sea quien sea el estudioso que escoja usted para iniciarse, no se olvide de revisar expediente y bando antes de arrojarse a los brazos del divulgador; le permitirá localizar la información valiosa e ignorar el catecismo. Lea mucho, lea sin temor, lea al enemigo. Pero no se olvide de las lealtades y objetivos de la persona a la que está leyendo.

Aprendamos, pues, economía. Aprendamos a decir «no». Tal vez no hayamos podido elegir un sistema educativo que nos interna en la jungla sin armas; pero en la era de internet y el intercambio de cultura, podemos aprender algo de autodefensa y utilizar el poder liberador de negarse ante unas élites que intentan, cada día, convertirnos en un rebaño de ovejas asertivas.

Sinfonía de la noche

imagen de vampiro
‘Amor y dolor’, de Edvard Munch. Imagen extraída de Wikimedia Commons.

Cuando utilizaba el tren para ir al trabajo, me fijaba en lo que leían los pasajeros. Ver a tres o más desconocidos con el mismo libro equivalía, según mis observaciones, a un título que convendría conocer por su inminente asalto a la cultura pop. Desafortunadamente, la primera obra que confirmó esta teoría fue Crepúsculo: una saga que tuvo como daño colateral una de las películas más desternillantes sobre vampiros y hombres lobo que hayan existido.

Como todo tiene su opuesto, existe desde hace décadas, una suerte de contrarreforma vampírica que, presta a saciar apetitos más conservadores, no interrumpió la producción de criaturas de la noche dispuestas a seguir comiéndose a la gente. Criaturas que, por lo menos, tienen la decencia de seguir muriendo tras una sesión de spa que incluya ajo, estacas, balas de plata y bronceado. Salem’s Lot, novela en la que un solo bicho pone en jaque a un pueblo, o la última transición narrativa de un videojuego a serie de animación como Castlevania, son una pequeña parte de las contramedidas al alcance de cualquier parroquiano que aborrezca el vampirismo cool.

En el caso de Castlevania, el interesante guión de Warren Ellis nos regala una curiosa relectura de Drácula, representando a Vlad Tepes como un vampiro enclaustrado, amante de la ciencia y el conocimiento, que se enamora de una mujer ilustrada y adelantada a su tiempo. Por desgracia, la mujer de Drácula muere a manos del Obispo de Gresit, un clérigo corrupto que la quema por bruja, desatando la ira del vampiro sobre toda Valaquia. Trevor Belmont, último descendiente de una familia dedicada a combatir cualquier amenaza sobrenatural, tendrá que decidir si, a pesar del ostracismo mostrado por sus compatriotas, debe salvarles del no muerto.

El terror se alimenta de lo desconocido. Se mueve por senderos no transitados. Por eso, cada metro que ocupamos modifica la sinfonía de la noche. Nos acerca más a seres antropófagos que se vuelven vegetarianos y a vampiras que no comprenden por qué los millennials que se van a merendar tiene más selfies en el móvil que miedo a los colmillos. La humanidad ha pasado de temer a la oscuridad a convertirse en el monstruo más cruel que acecha en ella.

Es por ello que, tal vez, criticar a vampiros que brillan al sol y controlan su libido sea un chiste fácil. Los mitos evolucionan con los cambios que se producen en nuestra cultura. Refunfuñar sobre literatura adolescente tiene, además, un lado peligroso. Cuenta la leyenda que si protestas sobre moderneces durante una noche de luna llena, quedarás transformado en Javier Marías para siempre.